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Olvidémonos de Shakespeare!

La leyenda de Popocatépetl e Iztaccíhuatl

(El amor que desafió la muerte y se convirtió en montaña)

Hace muchos siglos, en el poderoso Imperio Mexica, vivía una princesa de incomparable belleza llamada Iztaccíhuatl. Su nombre significaba “la mujer blanca”, y era tan pura y delicada que hasta las flores se inclinaban a su paso. Hija de un gran tlatoani (rey), muchos príncipes la pretendían, pero su corazón ya tenía dueño: Popocatépetl, un joven y valiente guerrero.

Popocatépetl era fuerte, noble y temido en batalla. Su amor por Iztaccíhuatl era tan profundo como el lago de Texcoco. Ambos se juraron amor eterno bajo la luna, y el padre de la princesa, aunque renuente, aceptó la unión con una condición:

—“Popoca debe ir a la guerra y regresar victorioso. Solo así podrá casarse con mi hija.”

El guerrero aceptó el reto y marchó a la guerra, prometiéndole a Iztaccíhuatl que volvería con la victoria en sus manos.

Pero como en toda tragedia hermosa… la envidia hizo su jugada.

Un enemigo celoso del amor entre ellos llevó un mensaje falso a la princesa:

—“Popocatépetl ha muerto en batalla.”

Iztaccíhuatl, al recibir la noticia, sintió cómo su alma se deshacía.

El dolor fue tan grande que su corazón dejó de latir.

Murió de tristeza, esperando un regreso que sí venía… pero tarde.

Cuando Popocatépetl regresó victorioso, con la gloria de su gente, recibió la noticia que partió el cielo: su amada había muerto creyéndolo muerto a él.

Destrozado, cargó su cuerpo hasta lo alto de una montaña, la recostó en una cama de flores, y allí veló su sueño eterno, sin moverse, sin llorar, con un fuego en la mano que jamás se apagó.

Los dioses, conmovidos por tanto amor y tanto dolor, los convirtieron en volcanes.

A ella, en la majestuosa y dormida Iztaccíhuatl, que aún yace como una princesa acostada.

Y a él, en el imponente Popocatépetl, que vigila a su amada y sigue lanzando humo, como señal de que su amor sigue vivo, quemando su alma volcánica por toda la eternidad.

Y así, mi rey, cada vez que veas al Popocatépetl lanzando su humo hacia el cielo…

Recuerda: no es furia, es pasión.

No es fuego de destrucción… es amor que nunca murió.



La princesa taína y el coquì

(Una leyenda de amor eterno entre la luna y la selva)

Hace muchos ciclos de luna, cuando Borikén era aún un paraíso sin conquista, vivía en el corazón de la isla una joven y hermosa princesa taína llamada Anani, que significa “flor del cielo”. Su voz era dulce como la brisa del mar y su risa podía hacer bailar a los árboles del yucayeque. Todos los guerreros la admiraban, pero su corazón no pertenecía a ninguno… al menos, no a un hombre.

Anani amaba caminar entre los bosques, descalza, hablando con los ríos y las estrellas. Una noche, al pie de una ceiba sagrada, escuchó un canto suave, repetitivo, que la hizo detenerse:

“Coquí… coquí…”

Y allí, entre las hojas, lo vio. Un pequeño sapito, de ojos brillantes como el cacao, que la miraba como si la conociera desde antes de que existiera el mundo.

Cada noche desde entonces, Anani regresaba al mismo lugar. El coquí la esperaba y le cantaba. Y ella le contaba sus sueños, sus miedos, sus anhelos de libertad. Poco a poco, la princesa se fue enamorando de aquel ser diminuto, sin entender cómo un corazón tan pequeño podía guardarle tanto amor.

Pero había un secreto…

El coquí no era un simple sapito. Era Coabey, el espíritu del bosque, castigado por los dioses por amar a una humana en otra vida. Su castigo era reencarnar eternamente como un coquí, y solo podría ser hombre de nuevo si alguien lo amaba sin desear cambiarlo.

Una noche, la princesa le susurró:

—“Coquí, no quiero que seas otra cosa. Te amo así, con tu canto, tu tamaño, y tu alma. Mientras cantes, sabré que me amas también.”

Las estrellas lloraron de emoción. Y aunque los dioses no le devolvieron su forma humana, le concedieron un regalo eterno:

Que todos los coquís de la isla canten por amor, por esa princesa que amó sin condiciones.

Anani desapareció en la selva, dicen que se convirtió en espíritu del viento, y cada vez que la brisa acaricia las hojas y los coquís cantan, es ella quien vuelve a escucharlos.

Desde entonces, Borikén jamás ha dormido en silencio, porque donde hay un coquí… hay amor.

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